biografía
El año 2010, al cumplirse 50 años de la muerte de Albert Camus, el filósofo francés Bernard-Henri Lévy publicó este testimonio sobre el escritor.




El 4 de enero de 1960, cuando el coche Facel-Vega de Michel Gallimard se choca contra un plátano entre Champigny-sur-Yonne y Villeneuve-la-Guyard, Albert Camus no tiene más que 46 años. Nos olvidamos siempre de lo joven que murió Camus. Nos olvidamos siempre de lo joven que era Camus. En 1960, todavía quedaba por vivir el triunfo y la agonía del gaullismo. Todavía quedaba por ver el Mayo del 68, en el que él no habría tenido más que 54 años y toda la oportunidad de asistir a la venganza completa de las tesis de El hombre rebelde. Es él, y desde luego no Raymond Aron, quien, diez años después, habría acompañado a Sartre al Elíseo a defender ante Giscard d'Estaing la causa de los boat people vietnamitas. Habría estado presente cuando la elección de François Mitterrand, habría dicho lo que pensaba -él, no su hijo- de la extraña religión cívica que es la religión del Panteón. Habría tenido 76 años en el momento de la caída de un comunismo que no habría contado, en el siglo XX, con un adversario más encarnizado ni más constante que él. Habría tenido 79 al comenzar la guerra de Bosnia y sus enfrentamientos fratricidas: ¿habría pensado en lanzar, como en el momento de la guerra de Argelia, uno de esos llamamientos a la tregua civil cuyo secreto poseía, o habría estado, sin matices, al lado de quienes apoyaban a los sitiados de Sarajevo contra los asesinos serbios? Soñamos con lo que el perdonavidas incansable de la "política del crimen", el analista de los mecanismos infernales que unían, en la "época de los asesinos", los "crímenes pasionales" y los "crímenes de la lógica", el "terrorismo de Estado" y el "terror irracional", habría tenido que decir ante el genocidio ruandés. Todavía hoy... Ya sé que René Lehmann, su médico, decía que sus pulmones estaban demasiado destruidos para que pudiera vivir mucho tiempo, pero ¿quién sabe? Hoy tendría siete años más que su amigo Jean Daniel. Tres menos que Claude Lévi-Strauss. Y podría muy bien estar presente para hacer una bella declaración, al día siguiente del fracaso de la cumbre de Copenhague, sobre el tema "salvar los cuerpos es hoy salvar la tierra". Pero bueno. Por desgracia, está muerto, murió el 4 de enero de 1960 en esa carretera, con el manuscrito de El primer hombre y La gaya ciencia en su cartera. Y el gran debate del momento, el único, era el de la guerra de Argelia.
¡Ah! La guerra de Argelia. Sé que es indignante, cuando uno es un escritor inmenso, el autor genial de El extranjero y La peste, uno de los últimos en pensar -y demostrar- que un intelectual tiene, no sólo el derecho, sino el deber de participar en todos los grandes combates que le impone su época (resistencia, militancia antiestalinista, lucha contra las dictaduras, todas las dictaduras, independientemente de su color o su estandarte), sí, sé que es indignante que a uno lo remitan siempre a este asunto de Argelia. Pero ¿qué se le va a hacer? Es verdad que un muerto es, para siempre, contemporáneo de sus últimos gestos, sus últimas palabras. Es verdad -es desconsolador, pero es verdad- que uno pertenece a su muerte como a su infancia. La muerte de Albert Camus es lo que es: contemporánea de esa maldita guerra de Argelia. ¿Y la última palabra de Albert Camus -quiero decir, la última de la que nos acordamos, la última que le une a la leyenda- es, lo queramos o no, esa famosa frase sobre la justicia y su madre pronunciada en Estocolmo, en una vaga conferencia de prensa ofrecida la tarde del día en el que iba a recibir el Premio Nobel? Durante mucho tiempo pensé que era una frasecita de esas que se le escapan a uno un día de hastío, porque ya no puede aguantar más la estupidez de las preguntas y porque no mide todavía el eco que las circunstancias otorgan, de pronto, a su voz. Hoy ya no estoy tan seguro de ello. Porque es una frase que pronuncia dos veces. Es decir, está la vez del Nobel. Y luego está esa carta a Amrouche, publicada como en apéndice a los Cuadernos, en la que, con calma, sin que ningún cretino le haya sacado de sus casillas, escribe: "Ninguna causa, aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la causa más importante que conozco en el mundo". Ahí, Albert Camus ratifica la frase. La piensa con detalle. En ese texto, Albert Camus dice por completo adiós a esta Justicia en sí, es decir, esta trascendencia de los valores y, para decirlo en una palabra, este universalismo que ha tratado de fundamentar durante su vida. "Actúa como si la máxima de tu acción pudiera erigirse, por voluntad tuya, en ley universal de la naturaleza". Ésa era la posición de Camus. El camusismo, y ésa era su virtud, quería ser un kantismo práctico. Y con la guerra de Argelia, se acabó. Es el primer plátano con el que se choca Albert Camus. Y es, se diga lo que se diga, su primer gran error político.
Volveré a este asunto de la guerra de Argelia. Pero, ya que estoy haciendo un retrato de Albert Camus, quiero aprovechar para abrir un paréntesis sobre su madre. Existen algunos retratos de madres, bien caracterizados, en la historia de la literatura. Por supuesto, cada madre es única. Para los escritores, como para los demás, ninguna madre se parece a ninguna otra. Pero la mala madre, no obstante, es un tipo bastante extendido (Folcoche, Vitalie Cuif alias La Rimbe...). La buena madre, lo mismo: amante y maravillosa (Romain Gary, Albert Cohen...). La madre proustiana, igual (el propio Proust, Barthes...).



Ahora bien, con Camus, nos encontramos con un tipo especial, un ejemplar único, un animal sin especie: la madre de gran escritor que no sólo no escribe sino que no habla, no oye; la madre silenciadora y silenciosa, la madre cuyo vocabulario se reduce a 400 palabras, la madre cuyo hijo no supo jamás del todo si habían sido unas fiebres tifoideas de joven las que le habían causado esa dificultad del habla, o un tifus, o una conmoción cerebral tras el anuncio de la muerte de su marido, el padre del pequeño Albert, el 11 de octubre de 1914 en un campo de batalla de Bretaña. Hay que oír bien lo que dice ahí de su propia confusión el futuro premio Nobel de Literatura. Hay que tratar de imaginarse al niño, y después al joven, levantándose antes del alba para correr a la Escuela de la República, en la que descubre los recursos del Saber y los de los Libros. Y hay que imaginar, a su regreso, en el pequeño apartamento de la calle de Argel en el que la madre y sus dos hijos duermen en la misma habitación, a esa madre amada con un amor absoluto cuando, sea cual sea la razón, no es posible ni hablarle, ni entender lo que dice, es decir, comunicarse con ella. Se puede interpretar en el sentido que se quiera. Ahí está el principio de una relación con el lenguaje hecha de fe y desconfianza, gratitud y escepticismo, que será una de las características del camusismo. Y está una situación que, aunque sea de paso, y volveré también a ello, es exactamente la contraria de la situación de un Sartre, el niño maravilloso y nacido, como sabemos, en un auténtico baño de palabras.
Pero primero regresaré al asunto argelino. Después de aquella frase terrible, Camus decide callarse. Y, para explicar ese famoso silencio de Camus, existen dos grandes explicaciones clásicas. Si uno es anti-Camus, dice: "Es precisamente su situación, con su madre, su condición de pied-noir, la que le impide entender nada de lo que está sucediendo; por tanto, se queda al margen, completamente al margen de este gran acontecimiento de la historia del siglo XX que es la rebelión de los pueblos colonizados; si no habla es porque está derrotado, sobrepasado por una Historia frente a la que de pronto se vuelve extraño, apartado". Si uno es pro-Camus, dice: "Al contrario, lo comprende todo, absolutamente todo, incluso antes que el resto de los intelectuales, porque él, además, aprende a salir del maniqueísmo, a contar hasta tres; sabe que la inevitable descolonización dará a luz, también inevitablemente, regímenes tan dictatoriales o más que los anteriores a los que han sustituido, de forma que, si no habla de ello, si su último artículo en L'Express es, en plena guerra de Argelia, un extraño "agradecimiento a Mozart" que parece la única manera que ha encontrado de expresar, por última vez, su resistencia y sus luchas, de decir que su vida se encuentra justificada, no es porque se sienta sobrepasado, sino porque es un adelantado, va un paso por delante de sus contemporáneos, y para expresar lo que él prevé no existen palabras. La proposición número 1 es injusta, por supuesto: porque, ¿cómo convertir en militante de la Argelia francesa o -como decía Albert Memmi en un artículo en La Nef- en "colonizador humanista" al autor de los admirables reportajes sobre la miseria en la Cabilia, que son lo más poderoso que se ha escrito, junto con el Viaje al Congo de Gide, en materia de anticolonialismo? Pero la proposición número 2 tampoco es acertada, porque desprecia una multitud de declaraciones en las que él explica -con un desconocimiento radical, por una vez, de lo que, en el colonialismo, constituía el sistema- que los únicos beneficiarios auténticos del colonialismo, los únicos que merecen el epíteto infamante de colonialistas, son los "grandes" colonos y sus "socios" en la metrópolis, es decir, las doscientas y pico familias en Argelia y en Francia que extraen pingües beneficios del régimen. ¿Entonces? Entonces, la verdad se encuentra entre los dos extremos. Y, sobre todo, creo que, en el sueño camusiano de una fraternidad entre "indígenas" y "blanquitos", de un Estado binacional que se ahorre los sufrimientos y los dramas de la independencia, hay la huella de una ingenuidad, es decir, de un optimismo, es decir, de una falta de sentido de lo Trágico, que es otra característica del espíritu de Camus.
¿Qué? ¿Camus, sin sentido de lo Trágico? ¿Cómo puede usted decir eso, cuando, si existe un filósofo en el siglo XX que ha tenido sensibilidad para lo Absurdo, es decir, para la Finitud y, por tanto, si las palabras tienen un significado, para lo Trágico de la condición humana, si existe un filósofo que, desde El mito de Sísifo hasta La caída, no ha dejado de insistir en la irresoluble contradicción entre el deseo humano de "transparencia" y el "silencio irrazonable del mundo", si existe un escritor que, ante las ruinas de Tipasa, ante su belleza en principio sosegada, ante sus arcos inclinados que se derrumban suavemente, ve un desgarro irremediable que le hiere y le rebela, es él, Albert Camus? Pues sí, a pesar de eso. Porque, para empezar, Absurdo no es Trágico. Y, sobre todo, aparece inmediatamente, de verdad inmediatamente, otro Camus; hay un Camus en Las bodas y, en particular, Las bodas en Tipasa, que se recupera y propone que el desgarro no es un desgarro sin remedio, ni el silencio del mundo, eterno, ni la contradicción, insuperable; hay un segundo Camus, coextensivo del primero, encerrado en los mismos textos, que apuesta por la unidad, la fusión; como dice en El primer hombre, por "la inocencia" de todas las cosas. Un Camus solar. Un Camus de luz y calor. Un Camus que filosofa sobre el "cuerpo desnudo", todavía "perfumado con las esencias de la tierra", que va a "sumergirse en el mar" templado para "lavar" aquellas en el cristal de este último. Un Camus que sueña con un abrazo, una armonía casi carnal de los elementos. Un Camus que proyecta reunir, "labio contra labio", esta "tierra" y este "mar" y, ya puestos, este "cielo", que suspiran unos por otros desde hace tanto tiempo. Un Camus, en una palabra, seguidor de lo que llama el pensamiento del Sur y que, tanto en el orden humano como en el de la naturaleza, sólo deja constancia de lo Trágico para superarlo inmediatamente y plantear que el espíritu alcanza un punto en el que las contradicciones del mundo, sus incomposibilidades, sus desavenencias y conflictos, se resuelven milagrosamente. Optimismo ontológico. Naturalismo lírico. Llamaradas que son siempre abrazos y se encaminan siempre en el sentido de lo mejor e incluso del Bien. Ésa es la razón, dicho sea de paso, de que Camus, enseguida, es decir, mucho antes de lo que se cree y de lo que sin duda pensaba él mismo en el momento de escribir en Alger Républicain de la publicación de La náusea, se enzarzara en una lucha a muerte con un tal Jean-Paul Sartre.
Porque estamos llegando al asunto de Sartre. También aquí somos un poco injustos. También esto es un poco extraño. Creo que podríamos interesarnos un poco más, por ejemplo, por las relaciones de Camus con Mauriac: esa magnífica polémica, en el momento de la liberación, a través de Le Figaro y Combat, entre el defensor de la caridad y el de la justicia que, poco a poco, y no sin honradez, se inclinará hacia la caridad. O con Breton: el extraño ataque, en El hombre rebelde, y luego en los anexos a la segunda respuesta a Breton, contra un surrealismo reducido, prácticamente, a la famosa frase sobre "el acto surrealista más simple", que consistía en "bajar a la calle, con la pistola en la mano, y disparar al azar contra la gente". O con Malraux: su encuentro en 1938, en un cine del barrio de Belcourt en el que el coronel rojo acaba de celebrar un mitin antifascista; la forma que tiene Camus, desde la época de la Brigada Alsacia-Lorena, de poner humildemente Combat, el periódico que dirige con Pascal Pia, al servicio de ese hombre glorioso que le llevaba unos años; o la famosa frase, murmurada a la menuda estadounidense Patricia Blake, el día del anuncio del Nobel, de que "es Malraux quien debería haberlo obtenido... tú lo sabes bien, Malraux...". Creo que, cuando queremos esbozar un retrato exacto del primer gran intelectual francés que instruyó un proceso sin reservas contra la violencia revolucionaria y el mesianismo asesino, deberíamos interesarnos más por sus relaciones con Merleau-Ponty: porque es con él con quien tiene el desacuerdo fundamental, sobre este punto y a partir de Humanismo y Terror; es con él, más que con Sartre, con quien vive el verdadero conflicto sin vuelta atrás; y es él, Merleau-Ponty, quien, en 1946, cuando Les Temps Modernes publica 'Le Yogi et le Commisaire', es decir, el primer capítulo del libro, provoca la primera tempestad y la primera indignación de un Camus al que se verá una noche, en casa de los Vian, llegar casi a las manos con el autor de un texto en el que no logra ver más que una justificación cautelosa, laboriosa y miserable de los siniestros procesos de Moscú. Pero en fin. Así son las cosas. La vida de los escritores se escribe también a sus espaldas. Y es un hecho que, cuando se habla de Camus, se piensa ante todo en Sartre; y que esa disputa, su disputa, esa "otra forma de vivir juntos sin perderse de vista" que llamamos disputa, es la única desavenencia entre escritores que posee, como tal, la dignidad de un acontecimiento perteneciente a la historia filosófica y literaria, hasta tal punto que es también, por la fuerza de las cosas y para bien o para mal, un elemento constitutivo del retrato de Albert Camus.